lunes, 20 de diciembre de 2010

¿Cuestión de números?

La muerte de un artista célebre suele revestirse de datos que se asemejan a un informe estadístico, las necrológicas abundan en cifras: cantidad de años vividos, antigüedad de su obra más importante, número de obras producidas, variedad de estilos transitados, tiempo transcurrido desde su última aparición pública o entrevista concedida, número de semanas de un disco en la lista de los más vendidos y así en sucesión puede detectarse una multitud de etcéteras expresadas en dígitos que varían de acuerdo a las actividades en las que el fallecido de turno se ha destacado.


Las necrológicas suelen abundar en lugares comunes y hay autores que suelen disculparse en las primeras líneas por no poder evitarlos. En ocasiones las disculpas se acompañan de palabras justas, en otras, ellas mismas se convierten en una redundancia más.
Vidas fecundas y resplandecientes se extinguen en los medios sólo con un titular y una proporción de caracteres similar a los acontecimientos más banales del planeta. A veces, una buena fotografía se añade a la noticia y hace justicia a la intensidad de quien se despide, pero la fotografía, recordemos, es también la captación de una leve porción de muerte, un sofisticado y moderno culto necrofílico.


Philippe Aries en El hombre ante la muerte cuenta que, en la Edad Media europea, ante la pobre expectativa de la vida humana, prevalecía una actitud de resignación. En el presente, existen enfermedades que en aquella época quizá no se evidenciaron ya que suelen presentarse en edades que superan los promedios de vida medievales. Nuestra época, es sabido, ha hecho de la salud y la medicina una religión fundamentalista, de la exacerbación de los signos de juventud una doctrina y de la idealización del cuerpo la interfase privilegiada del reconocimiento social. En nuestros días la muerte sigue siendo un vacío al cual se lo intenta obturar, algunos para lograrlo prefieren recurrir al encanto de las respuestas místicas; en cambio, aquellos que nos consideramos con convicción huérfanos celestiales, ante una pérdida, reforzamos las interpretaciones ligadas a lo absurdo.


En alguna oportunidad, una generación celebró e instaló la juventud como valor transformador, aquella misma generación vive en la actualidad, valga la cruel paradoja, sus últimos años. 
Algunos se han despedido hace tiempo, otros continúan brillando y se animan a duplicar la apuesta.
Existen casos pertenecientes a dicha franja generacional cuyas identidades han ido mutando.
Guardo un posible falso recuerdo de una leyenda acerca de un pueblo en el cual sus habitantes cambiaban de nombre de acuerdo a las etapas de la vida. Esta leyenda podría ser aplicada a quienes han practicado esta estrategia ya que estas mutaciones también pueden ser  interpretadas como gestos artísticos, como reconfiguraciones de objetivos, como provocaciones para errores deliberados que fructifican como nuevas obras.


¿La muerte es una cuestión de números? Según un representante de la galería Michael Werner de Nueva Cork, que albergó distintas exposiciones de sus pinturas, Don Van Vliet, nacido como Don Glenn Vliet, alguna vez Captain Beefheart, falleció el 17 de diciembre último, a los 69 años de edad, 4 días antes del que hubiera sido el cumpleaños número 70 de su correligionario Frank Vincent Zappa.

martes, 16 de noviembre de 2010

Beat MacC : ¿qué lo hace tan diferente, tan atractivo?

Ha transcurrido casi una semana desde el desembarco del Up and Coming Tour de Paul Mc Cartney en el estadio de River Plate y aún impregnado por la avasallante intensidad afectiva que esta experiencia supuso, creo oportuno poner de relieve algunos aspectos de su trayectoria no exentos de una significativa dimensión paradojal

Tratándose de un mito viviente, la tendencia a marginar o esquematizar la importancia de los contextos que hicieron y hacen a las condiciones de posibilidad de su producción artística se traduce en el culto a la nociva figura del genio, categoría perimida desde hace tiempo pero útil aún a los medios de comunicación masivos y a los fans desaforados
Es posible intentar alumbrar parte de estas condiciones desde el presente: quienes estuvimos en River tuvimos la oportunidad de disfrutar de dos temas (Sing the Changes y Highway) que componen el álbum Electric Arguments del año 2008. Dicho álbum pertenece a The Fireman, una suerte de alter ego o banda paralela de música electrónica que Mc Cartney creó en 1993, casi en el anonimato junto con Youth, ex integrante de Killing Joke y productor de una gran cantidad de trabajos de importantes bandas y solistas contemporáneos como U2, Beth Orton o Marilyn Manson. La estrategia que adoptó Mc Cartney para emprender caminos más decididamente experimentales no es nueva, ya tiene un importante antecedente en 1967 con Sgt. Pepper Lonely Hearts Club Band donde los integrantes de The Beatles, además de ironizar sobre sí mismos se arriesgaron a dar el paso definitivo hacia nuevos sonidos y concepciones artísticas

El título Electric Arguments surge de un poema de Allen Ginsberg y el arte de tapa es del propio ex beatle. En las letras de las canciones juega con la técnica del Cut up, innovación que agradecemos a William Burroughs y a Brion Gysin y cuya expresión más reconocida es la novela El almuerzo desnudo.   
La relación de Mc Cartney con los poetas beats y con las artes plásticas tampoco es novedosa. Hacia 1965 Paul financió la Indica Gallery, librería y galería de arte que manejaban su entonces cuñado, Peter Asher, el artista John Dunbar y su posterior biografo, Barry Miles. La Indica Gallery fue el espacio en donde John Lennon y Yoko Ono se conocieron, en donde John tomó contacto con La experiencia psicodélica de Timothy Leary y desconectó su mente para dejarse llevar y pergeñar junto a su socio (te aviso, no te pierdas el siguiente enlace:) Tomorrow Never Knows (no podés no escucharla acá) y sobre todo fue un centro de divulgación de nuevas ideas y tendencias en aquella estimulante Swinging London que también contaría con el aporte argentino de Julio Le Parc 

Allí Barry Miles inició a Mc Cartney en la lectura de la Beat Generation pero el vínculo del músico con Ginsberg se materializaría en su forma más visible en el Royal Albert Hall durante octubre de 1995 con la presentación de The Ballad of Skeletons, trabajo en el cual también habían colaborado el compositor minimalista Philip Glass y el guitarrista del Patti Smith Group Lenny Kaye.
William Burroughs formaría parte gracias a Paul del seleccionado de celebridades de la memorable obra de arte que significó la cubierta del Sgt Pepper, diseñada por uno de los artistas más representativos del Pop Art en Gran Bretaña: Peter Blake. El otro es Richard Hamilton a quien la historiografía le atribuye nada menos que su Big Bang con el collage de 1956: Pero ¿qué es lo que hace a los hogares de hoy tan diferentes y atractivos?    
La cubierta del Sgt Pepper es un verdadero manifiesto, de ella es posible extraer conexiones que develan no sólo gustos particulares sino influencias que permiten comprender algunas de las razones que sustentaron la magnitud del fenómeno cultural que significó el cuarteto y cuya resonancia todavía está lejos de extinguirse.


Mc Cartney y Blake se reencontrarían en el año 2000. El resultado fue el Liverpool Sound Collage, un álbum de música electrónica creado para una exhibición de Blake en la galería Tate de dicha ciudad en el cual también colaborarían el mencionado Youth y los Super Furry Animals

La relación con los artistas plásticos no se agota allí, en los 90´ el propio Mc Cartney daría a conocer sus pinturas. En ellas pueden detectarse rasgos del Expresionismo abstracto que según sus propias palabras se deben a su amistad con Willem de Kooning.   
Los enlaces que se pueden seguir realizando para reconstruir las constelaciones que no tan  explícitamente se aluden cuando se habla de la obra producida en las últimas cinco décadas por Paul Mc Cartney no se agotan fácilmente, podría continuar citándolas pero me detengo aquí, ahora los invito a relajarse y disfrutar una típica dulce balada del viejo Macca. (clic acá)



domingo, 31 de octubre de 2010

Carlos Amorales II Parte: La hora nacional

En el año 2009 el Museo Amparo de Puebla convocó a Amorales para crear obras utilizando su colección y la denominación que eligió para la exposición fue significativamente explícita: Vivir por fuera de la casa de uno.
Este museo, de acuerdo a la información que brinda en su sitio de Internet, dispone de un “vasto acervo de arte prehispánico, colonial, moderno y contemporáneo de México” y se ofrece como una “propuesta para llevar a sus visitantes a un encuentro con nuestras raíces”. La colección de objetos prehispánicos la constituyen más de dos mil piezas provenientes de varias colecciones privadas.

El Museo Amparo inaugurado en 1991, fue una acción de orden cultural e histórico de gran implicancia personal emprendida por Manuel Espinosa Yglesias (1909-2000), uno de los más influyentes miembros de la alta burguesía mexicana del siglo pasado, y está consagrado a la memoria de su esposa, Amparo Rugarcía de Espinosa Yglesias. El edificio original data de 1538 y las reformas para adecuarlo a su actual función fueron llevadas a cabo por el renombrado arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, entre cuyos trabajos más sobresalientes se cuentan los museos de antropología y de arte moderno de la ciudad de México.
La ampulosidad filantrópico-altruista del fundador se encuentra imbricada, al igual que otros museos o colecciones latinoamericanas, a objetivos corporativos que tienen como fin internalizar en la comunidad la idea de un perfil óptimo, tanto de la personalidad que encarna el liderazgo como de las instituciones vinculadas a ésta, objetivo para el cual les resulta necesario lograr representaciones eficaces y perdurables.

Este discurso acerca de una identidad -o simulacro de construcción de prestigio- ha sido el primer condicionamiento con que tuvo que lidiar Carlos Amorales al momento de aceptar la propuesta. En el terreno práctico, cuando comenzó a reflexionar acerca de las potencialidades que le podía ofrecer la colección prehispánica de la que podría disponer en carácter pleno, se encontró con que el criterio de fiabilidad de ésta ofrecía amplias grietas. Tanto los principios de clasificación temporal como el registro de las procedencias, en muchos casos le ofrecieron más sospechas que certezas. La supuesta carencia de rigor científico en la consideración de la colección por parte del propio museo tenía además como correlato, una anárquica disposición de las herramientas que conforman la retórica museográfica, marco de referencia necesario para cualquier visitante.   

La hora nacional, video de Amorales, una de las resultantes de su experiencia en el Museo Amparo, manifiesta la puesta en práctica artística de ese “afuera” comentado en la entrada anterior. El título alude de manera irónica a un programa radial del mismo nombre que se emite desde 1937 concebido como medio gubernamental para fortalecer la integración mexicana.
El video apunta a neutralizar los diversos discursos que incidieron desde la aceptación de la convocatoria: el corporativo, el antropológico, el nacionalista y el museográfico; pero no los anula completamente, reserva con oportuna astucia y percepción sagaz una cierta carga residual de ellos necesaria para evidenciar sus modos de ser y sus críticos estados. 

Para concretar La hora nacional , Amorales debió situarse como un pivote atento a las jugadas de sus adversarios sin abandonar el territorio en que despliegan sus fuerzas. Resolvió las tensiones entre todos estos vectores disponiendo del acervo pero sin manipularlo: realizó réplicas de los objetos de su interés, los recubrió de pintura de estridentes colores y así sustrajo definitivamente el aura prehispánica que pudiera persistir derivada de los originales con el fin de crear asociaciones alternativas, nuevas sintaxis que acabaron problematizando las formas con que las instituciones disciplinan a los objetos y a las experiencias artísticas.

lunes, 18 de octubre de 2010

Carlos Amorales I Parte: el caos reptante

Carlos Amorales (Carlos Aguirre Morales – Ciudad de México 1970) se define como un artista que ha pensado a su país desde “afuera”. Esta afirmación no sólo puede entenderse desde su sentido más llano e inmediato; lo geográfico –y por cierto no sería el primer ejemplo latinoamericano en ejercerla - sino que es posible interpretar esta posición desde otra significación de la distancia, quizás más difusa, menos específica.


La historia, en tanto relato, conforma una de las bases fundamentales en el proceso de construcción de una nación y sus modos de narrarla instituyen esquemas de conducta y valores que precondicionan a los sujetos en el orden práctico. La eficacia simbólica de esa vasta operación puede verificarse día a día.
La postura de Amorales intenta librarse de estas prescripciones, la distancia que instaura es en relación a los relatos canónicos de su país, aspira a dejar de ser atravesada por ellos pasivamente y es en este desprendimiento, en este intersticio, donde da cuenta que estos órdenes no son los únicos posibles y que es factible tener un margen de autonomía para proponer otros.

Ahora bien, este “afuera” que le permite a Carlos Amorales hacer asomar éstos relatos dominantes para inmediatamente marginarlos, le otorga licencia para urdir una versión de la historia mexicana a través de la lente de H. P. Lovecraft. En una primera instancia, el orden propuesto no deja de ser sorprendente; sin embargo, dista de ser capcioso ya que resguarda la idea de un poder cósmico ancestral latente que amenaza emerger con toda su fuerza.


Lovecraft en un ensayo publicado en 1927 -que es también un intento de construcción de la historia de una forma literaria - titulado El horror sobrenatural en la literatura distinguía lo que él denominaba una literatura relacionada al terror cósmico de la literatura macabra con efectos de horror físico: “Esos escritos, al igual que las fantasías ligeras y humorísticas en donde el malicioso guiño del autor intenta escamotear el auténtico sentido de los elementos sobrenaturales, no pertenecen a la literatura del terror cósmico en su más puro sentido. Los genuinos cuentos fantásticos incluyen algo más que un misterioso asesinato, unos huesos ensangrentados o unos espectros agitando sus cadenas según las viejas normas. Debe respirarse en ellos una definida atmósfera de ansiedad e inexplicable temor ante lo ignoto y el más allá; ha de insinuarse la presencia de fuerzas desconocidas, y sugerir, con pinceladas concretas, ese concepto abrumador para la mente humana: la maligna violación o derrota de las leyes inmutables de la naturaleza, las cuales representan nuestra única salvaguardia contra la invasión del caos y los demonios de los abismos exteriores”



Asociar los temores que despiertan “el caos y los demonios de los abismos exteriores” con la política llevada a cabo por quienes desembarcaron en el Nuevo Mundo para implantar una “civilización” –un orden racional- allí donde reinaban la “idolatría y la barbarie”, no es por cierto una idea extravagante, y es posible observar la representación física de aquella categórica represión cultural en la Catedral de la Ciudad de México, construida sobre las ruinas del los templos prehispánicos entre 1571 y 1813.
Debido a las condiciones del suelo, a las construcciones subyacentes y a los recurrentes movimientos sísmicos, la catedral se encuentra constantemente intimidada. Todos estos factores ponen en cuestión el orden que ella simboliza en lo arquitectónico - urbanístico, pero en el plano imaginario el orden que estremecen y sobre el cual se expanden angustiantes fisuras es aquel que contiene a las representaciones de lo acallado.

lunes, 4 de octubre de 2010

Ferrari Turbo

El bello encuentro fortuito sobre este planeta de Isidore Lucien Ducasse (1846-1870), mas conocido como Conde de Lautreamont y la poesía ha dejado no sólo una de las frases más ingeniosas jamás escritas, sino también, una de las piedras basales para poder pensar  muchas de las experimentaciones artísticas desde fines del siglo XIX hasta nuestros días.
André Breton es quizás quien inscribió a Ducasse arbitrariamente dentro de una tradición que también lo asociaría con Sade y con Swift entre otros y de allí en más los surrealistas se lo apropiarían y lo harían parte de su programa.
Comenzó a tramarse así una genealogía que contiene un su interior un germen: la de la aproximación de elementos aparentemente extraños entre sí que en un plano ajeno a ellos provoca las más intensas combustiones de sentido.


La idea se desplegaría como un virus por diferentes geografías, se bifurcaría una y otra vez atravesando diferentes lenguajes y adoptando distintos nombres; y estas mutaciones, estas maravillosas variaciones, irían adquiriendo significación propia.  
El collage de los cubistas, el montaje de atracciones de Serguei Eisenstein, el Cut up de Brion Gysin y William Burroughs y los combines de Robert Rauschenberg son algunas de las denominaciones desprendidas de aquella iluminación primigenia. La lista podría continuar y los intentos de captura taxonómicos han sufrido tantas alteraciones como la de las formas. 


La estela de alguna de las tantas ramificaciones de esta pródiga familia se hace palpable en los juguetes de León Ferrari expuestos en la Galería Turbo. En estos objetos no se detectan nuevas estrategias sino la ya adoptada por el artista, en su ya clásica Civilización Occidental y Cristiana realizada hace más de cuarenta años cuando para el Di Tella había yuxtapuesto un Cristo de santería y una maqueta de un cazabombardero yanqui. Tenemos por lo tanto en sus obras una continuidad personal heredera de una gran continuidad.

La operación a la cual somete Ferrari a los objetos que selecciona para sus montajes evidencia la naturaleza, el alcance y las investiduras de los mismos.  Por eso, la efectividad de las obras está íntimamente relacionada con los mundos que aproxima y la densidad de las resignificaciones que desencadenan.

El pensamiento religioso es un sucedáneo del pensamiento mágico La creencia en las reliquias es una consecuencia del antiguo culto fetichista. Las reliquias de las religiones tradicionales representan un intento de racionalizar el fetiche elevándolo a una posición de dignidad y respetabilidad para incorporarlo a sus sistemas de creencias. En la actualidad, las reliquias han sido sometidas a un desplazamiento que se materializa en los fetiches industrializados, en el merchandising que rodea las calles adyacentes a los templos, y los fieles, o no tan fieles, actúan sobreestimando esas cosas inanimadas. El fetiche tiene así valor metonímico.


Los juguetes revelan también un campo de pensamiento, su conceptualización y diseño proviene de los marcos culturales vigentes; son tremendas máquinas formadoras de subjetividad.  No obstante, existe un margen al cual se encuentran sujetos y éste se halla en el uso al que los someten sus consumidores, es decir en la intencionalidad de los niños que no necesariamente respetan sus identidades, sino que, con frecuencia éstas se ven suspendidas creando potencialidades de abstracción y desplazamientos de sentido.

En el caso de una obra de arte la extrañeza del encuentro de elementos en apariencia ajenos entre sí se realiza en un espacio diferente del poético. Mientras que la poesía puede desplegarse en espacios impensables los encuentros que realiza Ferrari se concretan en un sobre que garantice su evidencia y que además como ya ha sucedido, las presente afortunadamente provocadores.  


lunes, 13 de septiembre de 2010

Alta Fidelidad: Lado A

Cuando miro una película por TV jamás la elijo de acuerdo a una programación establecida, sino que su elección surge del azar, de ese encadenamiento de imágenes en tiempo real que dicta el zapping.

Hace pocos días bajo estas circunstancias, volví a ver diez años después de su estreno Alta Fidelidad (ver intro) de Stephen Frears y su reencuentro derivó en una resignificación de su experiencia y en la advertencia de otra futura.

Si en aquella primera oportunidad mi identificación con las peripecias y obsesiones de Rob Gordon/John Cusack me remitían a un pasado más o menos cercano vinculado al submundo del coleccionismo de discos de vinilo, en esta nueva visión, a esos hoy lejanos recuerdos, se les superpusieron otros que poseen una cualidad afectiva con intensidad propia pero indisolublemente ligados a los pormenores y objetos que rodearon a la ocasión original. La concatenación de todos ellos puede moldear perfectamente un relato que ilustre aspectos de mi vida.

Alta fidelidad es entonces, no sólo un disparador de recuerdos que involucran múltiples temporalidades de mi historia personal ya desde la cita presente en el afiche -un guiño dirigido al universo rockero- (ver otra intro) sino que ella misma trata acerca de la ductilidad de la memoria.

Si bien la experiencia cinematográfica requiere por parte del espectador un ejercicio de abstracción acerca de su técnica, ésta guarda parentescos con la utilización y el destino de nuestros recuerdos. Cito a Marc Augé, quien a propósito de Casablanca escribió un libro en el cual rememora y reconstruye situaciones de su vida asociados al film: “acordarse de una película también es recordar la película misma, es decir las imágenes, como si la técnica del cine hubiese efectuado, desde el inicio, el trabajo mental que selecciona percepciones para formar recuerdos, como si, de alguna manera, hubiera hecho el trabajo de la memoria”


Siguiendo a Augé el montaje realizado por parte del director –o quien haya tenido el poder sobre el corte final- consistió en un recorte y en una organización de escenas que han dado como resultado el film y que han predispuesto una acción sobre mi memoria. La particularidad de Alta fidelidad es que manifiesta esa selección a través de otra: la que Rob Gordon emprende a partir de un accidente sentimental.

A la operación de montaje de episodios biográficos que van conformando el relato del protagonista le son además indispensables objetos capaces de evocarlos: los discos, otro soporte de memoria administrada. El encadenamiento que efectúa es arbitrario, para él podrían existir otras muchas formas de intervenir sobre su memoria, inclusive desde el mismo evento que ha causado sus evocaciones y en consecuencia podría haber compuesto otros relatos.


En la vida real, los acontecimientos importantes, los momentos que aportan significación a nuestra existencia son reducidos, entre ellos se abren lapsos de duración imprevisible que hacen a la vida de todos los días. La recomposición que podemos practicar a partir de esos fragmentos marcan una continuidad, lo opuesto es extraviarse, desvanecerse.

domingo, 29 de agosto de 2010

¿Qué hago yo aquí?

Si tuviera que realizar una selección de los mejores títulos de libros –al menos de los que he conocido hasta ahora – rescataría tres que en mi vida han corrido una suerte dispar, a saber: Lo que más me gusta es rascarme los sobacos de Charles Bukowski, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? de Raymond Carver y ¿Qué hago yo aquí? de Bruce Chatwin.


A Bukowski jamás lo leí y parece que corren rumores que afirman que ahora queda mal decir que tenemos un ejemplar de él en nuestras bibliotecas, lo cual pienso que es tan arbitrario como su veneración durante los `80. En cambio, a Carver lo tengo en lista de espera, el personaje pintado por Edward Hopper que aparece en la portada estimo que reafirma mi presunción. A Bruce Chatwin llegué gracias a una antigua y elogiosa nota de la revista El Porteño. Lo primero que leí de él fue El virrey de Ouidah, centrada en la vida del traficante de exclavos de origen brasileño Francisco Manoel da Silva, historia tomada prestada por su amigo, el peregrino romántico Werner Herzog para realizar Cobra Verde que fuera además el último trabajo de éste junto a ese ser alienado y desbordante llamado Klaus Kinsky, tal como se relata en la maravillosa Mi enemigo íntimo. Más tarde Chatwin formó parte de un tiempo de lecturas que tuvieron como eje de interés los viajes. Fue una interesante temporada junto a Paul y Jane Bowles bajo el incandescente cielo protector marroquí y de extensos traqueteos a través de China en el gallo de hierro con otro Paul, en este caso Theroux, otro amigo de Chatwin. En la Patagonia me brindó la posibilidad de volver a considerar un hoy todavía postergado On the road personal desde Bahía Blanca hasta Ushuaia, pero también el placer de saborear un té al estilo galés en una fantasmal Gaiman y de paso conocer uno de los bares más fascinantes del país como el del Hotel Touring en Trelew; opinión respaldada no por casualidad por un escritor argentino al que citaré en la próxima entrada.

La idea de crear este blog nació mientras escribía la reseña para Leedor.com de la malograda Éramos unos niños, el libro autobiográfico de Patti Smith acerca de su relación con Robert Mapplethorpe. El primer paso tuvo que ver con el nombre que llevaría e inmediatamente emergió ¿Qué hago yo aquí? , pregunta cíclica como ninguna otra donde el Yo reafirma la primera persona que caracteriza a este medio de expresión pero que me une con todos estos nombres distantes en lo geográfico y temporal y en donde el Aquí se torna tal vez siniestro, aquello tan conocido que un buen día se nos enfrenta como extraño, como la propia Tierra.

Rastreando los motivos de Chatwin para titular sus crónicas encontré en un sitio español que había tomado el título de una carta de Rimbaud escrita en Harar, Etiopía. No me sorprende la afinidad entre ellos y cada vez me pregunto con más insistencia: ¿Cuántas historias suceden, sucedieron y sucederán mientras se relata o acontece una de ellas? ¿Es posible intentar visibilizar las sendas capilares que al final las unen?

Patti Smith, de alguna manera inspiradora de esto que inicio ahora reverencia a Rimbaud desde niña y si no fuera por el buen criterio de Mapplethorpe ¿adivinen adonde hubiera viajado?

Éramos tan foucaultianos

La mirada invisible, el film de Diego Lerman que acaba de estrenarse está basado en la novela de Martín Kohan Ciencias morales publicada a fines del año 2007. Mi reacción cuando leí las primeras noticias respecto de ella fue de desconfianza, pensé que era una novela relacionada con esa impronta autorreferencial y elitista de aquellos que transitaron el Colegio Nacional Buenos Aires. Decidí igualmente comprarla, conocía a Kohan por sus crónicas urbanas en Los Inrockuptibles - si bien mi sección preferida de la revista fue siempre el Zoom de Juan José Becerra - y además necesitaba material para leer durante mi exilio veraniego en San Bernardo. Un dato fue crucial para vencer esa inicial desconfianza: algunos episodios de su novela anterior Segundos afuera transcurren en el Touring de Trelew.

La balanza se dio vuelta en forma contundente, el temor a lo autorreferencial se convirtió en identificación y lo elitista en expansivo a una o varias generaciones de adolescentes que cursamos el colegio secundario durante el Proceso, siendo la guerra de Malvinas el climax, el momento en que los más miserables expusieron sin pudor su más sincero rostro dentro de las aulas o en los patios donde escupían sus emocionadas arengas. La conexión con Ciencias morales no sólo fue inmediata sino que hubo un aspecto de su escritura que me tocó en particular: la obsesión por el detalle, por la minuciosidad con que desmantelaba cada eslabón de los rituales disciplinarios; es decir, por todo aquello que establecía mecanismos de regulación interna y que homogenizó a escuelas, colegios, batallones y ámbitos laborales con perversa naturalidad. 

No es mi intención realizar una crítica aquí de La mirada invisible ni analizar los mecanismos de transposición de un registro a otro, pero si comentar que me desagradó el desenlace, la opción elegida para el cierre del relato, ya que considero que desmorona todo lo construido en los minutos anteriores y le obsequia al personaje principal femenino atributos de los cuales no hay indicadores previos, sino otros que al menos permitían sugerir un sentido opuesto y mucho más coherente con la historia social.
Creo que para que hayan existido torturadores o agentes funcionales al régimen hubo instituciones que desde lo discursivo, y especialmente desde sus prácticas, configuraron el tipo de subjetividades que se detectan tanto en el film como en la novela. A éstas por lo tanto, no hay que reducirlas a su patología en particular y mucho menos a expresiones de la barbarie sino a la efectividad de prácticas administrativas racionales.

Tengo un recuerdo de la escuela primaria acerca de una práctica que fervientes pares de María Teresa, - en la novela se especifica que es oriunda de Villa del Parque, barrio donde aún se halla mi escuela -, la preceptora de la ficción fílmica y literaria llevaban a cabo en la realidad: al sonar el timbre que indicaba el recreo debíamos permanecer petrificados en el lugar donde nos sorprendía el aviso para luego bajo sus órdenes formar fila, tomar distancia y regresar a clase. Las más colaboracionistas de esta metodología, en definitiva, personas de lo más común, las que más celo aplicaban, amenazaban con sanciones a quienes trasgredieran la inmovilidad.
El cuerpo siempre fue en realidad una presa codiciada por el poder, para petrificarlo, vigilarlo o desaparecerlo.

Psycho Killer Qu´est Que C´est

Conocí la obra de Mara Riviello López en junio de este año gracias a la segunda edición del proyecto EXIT / SALIDA que llevó a cabo Vicky Piazza en la Barraca Vorticista; y que amenaza con expandirse en el futuro.



Los personajitos de Mara recuerdan a primera vista al merchandising de los programas infantiles al cual algunos artistas actuales también de manera frecuente recurren, pero al contrario de éstos, no lo hace en clave de nostalgia por el reino perdido sino que escapa a estas manifestaciones del infantilismo anquilosado para advertirnos que lo suyo pertenece al territorio de lo pesadillesco, a la fragilidad de lo contemporáneo.

Su discurso se apoya en el humor punzante, en el contraste entre la candidez de las miradas y la violencia que traslucen sus criaturas. La apariencia impecable y reluciente de cada una de ellas refuerza esta tensión y eleva el valor de su apuesta al tiempo que burla por un instante la angustia y las muecas perversas de la realidad.

sábado, 28 de agosto de 2010

Los delirios del mariscal Jeffes

El año pasado, vaya a saber uno que links me llevaron a él, lo encontré. Había escuchado ese tono telefónico en tantas oportunidades que acabó por hipnotizarme y haciéndome desear su posesión a pesar de mi fobia a esos dispositivos de telecomunicación diseñados para transmitir señales acústicas por medio de señales eléctricas a distancia cuya invención se disputan aún los partidarios de Alexander G. Bell y de Antonio Meucci.

Supuse la primera vez que lo escuché, que se trataba de Laurie Anderson, pero conocía toda su discografía y descarté la hipótesis inmediatamente. Pasaban y pasaban por la pantalla de la tele las animaciones del programa que lo utilizaba como cortina y al final, a la hora de los títulos, el resultado siempre era el mismo: nada.
Ante tamaño desconcierto los partidarios del tema, suponiendo que se trataba de una operación conspirativa, acabamos llamándolo simplemente “el tema del programa de Caloi” y pasado un tiempo considerable nos olvidamos de él.
Estimo que debieron transformarse las variables sociopolíticas del país para que por fin lo hallara, que éstas le describieran un escenario más acorde, más favorable para que se me aparezca y por supuesto, que alguien tuviera la buena idea de subirlo a You Tube mixturándolo con secuencias de Metrópolis de Fritz Lang.
Telephone and Rubber Band es el título, ese elusivo objeto de mi deseo y se lo debemos a a The Penguin Cafe Orchestra y especialmente a su fundador, Simon Jeffes (1949-1997) .


TPCO surgió como consecuencia de una intoxicación, algo que ocurre frecuentemente en el mundo de la música, en esta oportunidad la causa no fue un producto vegetal o sintético sino un fruto de mar consumido por Jeffes en la costa francesa alrededor de 1972 que lo llevaría a padecer alucinaciones. A los pocos días, mientras se recuperaba y disfrutaba del cálido sol del sur galo recordó una de las visiones: un hotel donde la gente estaba alienada y buscaba la felicidad y además una frase absurda: "Soy el propietario del café Pingüino. Te diré cosas al azar". Según Jeffes, esta reminiscencia de sus alucinaciones fue la clave que lo llevaría a componer un tipo de música que se convertiría en su sello personal.


A esta información se puede acceder por todos los canales hoy conocidos, sin embargo –y esto es lo que siempre me motiva- otras biografías y otros personajes se entremezclan, uno de ellos, la propia esposa de Jeffes, Emily Young, es una destacada artista plástica británica que diseñó las surrealistas cubiertas de los discos de TPCO y es nada menos que la Emily que Syd Barrett veía jugar en la alborada psicodélica de Pink Floyd.