domingo, 29 de agosto de 2010

¿Qué hago yo aquí?

Si tuviera que realizar una selección de los mejores títulos de libros –al menos de los que he conocido hasta ahora – rescataría tres que en mi vida han corrido una suerte dispar, a saber: Lo que más me gusta es rascarme los sobacos de Charles Bukowski, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? de Raymond Carver y ¿Qué hago yo aquí? de Bruce Chatwin.


A Bukowski jamás lo leí y parece que corren rumores que afirman que ahora queda mal decir que tenemos un ejemplar de él en nuestras bibliotecas, lo cual pienso que es tan arbitrario como su veneración durante los `80. En cambio, a Carver lo tengo en lista de espera, el personaje pintado por Edward Hopper que aparece en la portada estimo que reafirma mi presunción. A Bruce Chatwin llegué gracias a una antigua y elogiosa nota de la revista El Porteño. Lo primero que leí de él fue El virrey de Ouidah, centrada en la vida del traficante de exclavos de origen brasileño Francisco Manoel da Silva, historia tomada prestada por su amigo, el peregrino romántico Werner Herzog para realizar Cobra Verde que fuera además el último trabajo de éste junto a ese ser alienado y desbordante llamado Klaus Kinsky, tal como se relata en la maravillosa Mi enemigo íntimo. Más tarde Chatwin formó parte de un tiempo de lecturas que tuvieron como eje de interés los viajes. Fue una interesante temporada junto a Paul y Jane Bowles bajo el incandescente cielo protector marroquí y de extensos traqueteos a través de China en el gallo de hierro con otro Paul, en este caso Theroux, otro amigo de Chatwin. En la Patagonia me brindó la posibilidad de volver a considerar un hoy todavía postergado On the road personal desde Bahía Blanca hasta Ushuaia, pero también el placer de saborear un té al estilo galés en una fantasmal Gaiman y de paso conocer uno de los bares más fascinantes del país como el del Hotel Touring en Trelew; opinión respaldada no por casualidad por un escritor argentino al que citaré en la próxima entrada.

La idea de crear este blog nació mientras escribía la reseña para Leedor.com de la malograda Éramos unos niños, el libro autobiográfico de Patti Smith acerca de su relación con Robert Mapplethorpe. El primer paso tuvo que ver con el nombre que llevaría e inmediatamente emergió ¿Qué hago yo aquí? , pregunta cíclica como ninguna otra donde el Yo reafirma la primera persona que caracteriza a este medio de expresión pero que me une con todos estos nombres distantes en lo geográfico y temporal y en donde el Aquí se torna tal vez siniestro, aquello tan conocido que un buen día se nos enfrenta como extraño, como la propia Tierra.

Rastreando los motivos de Chatwin para titular sus crónicas encontré en un sitio español que había tomado el título de una carta de Rimbaud escrita en Harar, Etiopía. No me sorprende la afinidad entre ellos y cada vez me pregunto con más insistencia: ¿Cuántas historias suceden, sucedieron y sucederán mientras se relata o acontece una de ellas? ¿Es posible intentar visibilizar las sendas capilares que al final las unen?

Patti Smith, de alguna manera inspiradora de esto que inicio ahora reverencia a Rimbaud desde niña y si no fuera por el buen criterio de Mapplethorpe ¿adivinen adonde hubiera viajado?

Éramos tan foucaultianos

La mirada invisible, el film de Diego Lerman que acaba de estrenarse está basado en la novela de Martín Kohan Ciencias morales publicada a fines del año 2007. Mi reacción cuando leí las primeras noticias respecto de ella fue de desconfianza, pensé que era una novela relacionada con esa impronta autorreferencial y elitista de aquellos que transitaron el Colegio Nacional Buenos Aires. Decidí igualmente comprarla, conocía a Kohan por sus crónicas urbanas en Los Inrockuptibles - si bien mi sección preferida de la revista fue siempre el Zoom de Juan José Becerra - y además necesitaba material para leer durante mi exilio veraniego en San Bernardo. Un dato fue crucial para vencer esa inicial desconfianza: algunos episodios de su novela anterior Segundos afuera transcurren en el Touring de Trelew.

La balanza se dio vuelta en forma contundente, el temor a lo autorreferencial se convirtió en identificación y lo elitista en expansivo a una o varias generaciones de adolescentes que cursamos el colegio secundario durante el Proceso, siendo la guerra de Malvinas el climax, el momento en que los más miserables expusieron sin pudor su más sincero rostro dentro de las aulas o en los patios donde escupían sus emocionadas arengas. La conexión con Ciencias morales no sólo fue inmediata sino que hubo un aspecto de su escritura que me tocó en particular: la obsesión por el detalle, por la minuciosidad con que desmantelaba cada eslabón de los rituales disciplinarios; es decir, por todo aquello que establecía mecanismos de regulación interna y que homogenizó a escuelas, colegios, batallones y ámbitos laborales con perversa naturalidad. 

No es mi intención realizar una crítica aquí de La mirada invisible ni analizar los mecanismos de transposición de un registro a otro, pero si comentar que me desagradó el desenlace, la opción elegida para el cierre del relato, ya que considero que desmorona todo lo construido en los minutos anteriores y le obsequia al personaje principal femenino atributos de los cuales no hay indicadores previos, sino otros que al menos permitían sugerir un sentido opuesto y mucho más coherente con la historia social.
Creo que para que hayan existido torturadores o agentes funcionales al régimen hubo instituciones que desde lo discursivo, y especialmente desde sus prácticas, configuraron el tipo de subjetividades que se detectan tanto en el film como en la novela. A éstas por lo tanto, no hay que reducirlas a su patología en particular y mucho menos a expresiones de la barbarie sino a la efectividad de prácticas administrativas racionales.

Tengo un recuerdo de la escuela primaria acerca de una práctica que fervientes pares de María Teresa, - en la novela se especifica que es oriunda de Villa del Parque, barrio donde aún se halla mi escuela -, la preceptora de la ficción fílmica y literaria llevaban a cabo en la realidad: al sonar el timbre que indicaba el recreo debíamos permanecer petrificados en el lugar donde nos sorprendía el aviso para luego bajo sus órdenes formar fila, tomar distancia y regresar a clase. Las más colaboracionistas de esta metodología, en definitiva, personas de lo más común, las que más celo aplicaban, amenazaban con sanciones a quienes trasgredieran la inmovilidad.
El cuerpo siempre fue en realidad una presa codiciada por el poder, para petrificarlo, vigilarlo o desaparecerlo.

Psycho Killer Qu´est Que C´est

Conocí la obra de Mara Riviello López en junio de este año gracias a la segunda edición del proyecto EXIT / SALIDA que llevó a cabo Vicky Piazza en la Barraca Vorticista; y que amenaza con expandirse en el futuro.



Los personajitos de Mara recuerdan a primera vista al merchandising de los programas infantiles al cual algunos artistas actuales también de manera frecuente recurren, pero al contrario de éstos, no lo hace en clave de nostalgia por el reino perdido sino que escapa a estas manifestaciones del infantilismo anquilosado para advertirnos que lo suyo pertenece al territorio de lo pesadillesco, a la fragilidad de lo contemporáneo.

Su discurso se apoya en el humor punzante, en el contraste entre la candidez de las miradas y la violencia que traslucen sus criaturas. La apariencia impecable y reluciente de cada una de ellas refuerza esta tensión y eleva el valor de su apuesta al tiempo que burla por un instante la angustia y las muecas perversas de la realidad.

sábado, 28 de agosto de 2010

Los delirios del mariscal Jeffes

El año pasado, vaya a saber uno que links me llevaron a él, lo encontré. Había escuchado ese tono telefónico en tantas oportunidades que acabó por hipnotizarme y haciéndome desear su posesión a pesar de mi fobia a esos dispositivos de telecomunicación diseñados para transmitir señales acústicas por medio de señales eléctricas a distancia cuya invención se disputan aún los partidarios de Alexander G. Bell y de Antonio Meucci.

Supuse la primera vez que lo escuché, que se trataba de Laurie Anderson, pero conocía toda su discografía y descarté la hipótesis inmediatamente. Pasaban y pasaban por la pantalla de la tele las animaciones del programa que lo utilizaba como cortina y al final, a la hora de los títulos, el resultado siempre era el mismo: nada.
Ante tamaño desconcierto los partidarios del tema, suponiendo que se trataba de una operación conspirativa, acabamos llamándolo simplemente “el tema del programa de Caloi” y pasado un tiempo considerable nos olvidamos de él.
Estimo que debieron transformarse las variables sociopolíticas del país para que por fin lo hallara, que éstas le describieran un escenario más acorde, más favorable para que se me aparezca y por supuesto, que alguien tuviera la buena idea de subirlo a You Tube mixturándolo con secuencias de Metrópolis de Fritz Lang.
Telephone and Rubber Band es el título, ese elusivo objeto de mi deseo y se lo debemos a a The Penguin Cafe Orchestra y especialmente a su fundador, Simon Jeffes (1949-1997) .


TPCO surgió como consecuencia de una intoxicación, algo que ocurre frecuentemente en el mundo de la música, en esta oportunidad la causa no fue un producto vegetal o sintético sino un fruto de mar consumido por Jeffes en la costa francesa alrededor de 1972 que lo llevaría a padecer alucinaciones. A los pocos días, mientras se recuperaba y disfrutaba del cálido sol del sur galo recordó una de las visiones: un hotel donde la gente estaba alienada y buscaba la felicidad y además una frase absurda: "Soy el propietario del café Pingüino. Te diré cosas al azar". Según Jeffes, esta reminiscencia de sus alucinaciones fue la clave que lo llevaría a componer un tipo de música que se convertiría en su sello personal.


A esta información se puede acceder por todos los canales hoy conocidos, sin embargo –y esto es lo que siempre me motiva- otras biografías y otros personajes se entremezclan, uno de ellos, la propia esposa de Jeffes, Emily Young, es una destacada artista plástica británica que diseñó las surrealistas cubiertas de los discos de TPCO y es nada menos que la Emily que Syd Barrett veía jugar en la alborada psicodélica de Pink Floyd.