domingo, 29 de agosto de 2010

Éramos tan foucaultianos

La mirada invisible, el film de Diego Lerman que acaba de estrenarse está basado en la novela de Martín Kohan Ciencias morales publicada a fines del año 2007. Mi reacción cuando leí las primeras noticias respecto de ella fue de desconfianza, pensé que era una novela relacionada con esa impronta autorreferencial y elitista de aquellos que transitaron el Colegio Nacional Buenos Aires. Decidí igualmente comprarla, conocía a Kohan por sus crónicas urbanas en Los Inrockuptibles - si bien mi sección preferida de la revista fue siempre el Zoom de Juan José Becerra - y además necesitaba material para leer durante mi exilio veraniego en San Bernardo. Un dato fue crucial para vencer esa inicial desconfianza: algunos episodios de su novela anterior Segundos afuera transcurren en el Touring de Trelew.

La balanza se dio vuelta en forma contundente, el temor a lo autorreferencial se convirtió en identificación y lo elitista en expansivo a una o varias generaciones de adolescentes que cursamos el colegio secundario durante el Proceso, siendo la guerra de Malvinas el climax, el momento en que los más miserables expusieron sin pudor su más sincero rostro dentro de las aulas o en los patios donde escupían sus emocionadas arengas. La conexión con Ciencias morales no sólo fue inmediata sino que hubo un aspecto de su escritura que me tocó en particular: la obsesión por el detalle, por la minuciosidad con que desmantelaba cada eslabón de los rituales disciplinarios; es decir, por todo aquello que establecía mecanismos de regulación interna y que homogenizó a escuelas, colegios, batallones y ámbitos laborales con perversa naturalidad. 

No es mi intención realizar una crítica aquí de La mirada invisible ni analizar los mecanismos de transposición de un registro a otro, pero si comentar que me desagradó el desenlace, la opción elegida para el cierre del relato, ya que considero que desmorona todo lo construido en los minutos anteriores y le obsequia al personaje principal femenino atributos de los cuales no hay indicadores previos, sino otros que al menos permitían sugerir un sentido opuesto y mucho más coherente con la historia social.
Creo que para que hayan existido torturadores o agentes funcionales al régimen hubo instituciones que desde lo discursivo, y especialmente desde sus prácticas, configuraron el tipo de subjetividades que se detectan tanto en el film como en la novela. A éstas por lo tanto, no hay que reducirlas a su patología en particular y mucho menos a expresiones de la barbarie sino a la efectividad de prácticas administrativas racionales.

Tengo un recuerdo de la escuela primaria acerca de una práctica que fervientes pares de María Teresa, - en la novela se especifica que es oriunda de Villa del Parque, barrio donde aún se halla mi escuela -, la preceptora de la ficción fílmica y literaria llevaban a cabo en la realidad: al sonar el timbre que indicaba el recreo debíamos permanecer petrificados en el lugar donde nos sorprendía el aviso para luego bajo sus órdenes formar fila, tomar distancia y regresar a clase. Las más colaboracionistas de esta metodología, en definitiva, personas de lo más común, las que más celo aplicaban, amenazaban con sanciones a quienes trasgredieran la inmovilidad.
El cuerpo siempre fue en realidad una presa codiciada por el poder, para petrificarlo, vigilarlo o desaparecerlo.

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